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La Ley ómnibus y el derecho a gobernar

Las tres semanas de debate parlamentario en torno a la controvertida Ley de Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos, deben interpretarse como expresión de la primera batalla del Presidente Javier Milei por su derecho a gobernar en el contexto de una sociedad política e institucionalmente empatada, en el que, hoy por hoy, ninguna institución puede por sí misma aspirar siquiera a un liderazgo reconocido y diferenciado por los demás.

Al igual que la mayor parte de los presidentes latinoamericanos del último cuarto de siglo, Milei es el resultado de una combinación de procesos que desafían las leyes más elementales de gravedad en la política: a la perdida de representatividad de las fuerzas políticas tradicionales, se suman la desconfianza social hacia las instituciones, la persistencia tozuda de la clase política de sostener regímenes y sistemas electorales signados por el fracaso y, lo que es más grave hacia el largo plazo, la esclerosis de muchos aspectos de las herramientas constitucionales para resolver las emergencias.

Milei es, desde esta perspectiva, un producto casi arquetípico de los problemas actuales de un hiperpresidencialismo tardío, fuera de época, de raíces remotas en el presidencialismo norteamericana, que ya solo sobrevive con dificultades crecientes en las tambaleantes experiencias latinoamericanas.

Un obstáculo estructural a las reformas estructurales

Como el resto de los presidentes del ciclo político actual, Milei sufre, ya desde los comienzos de lo que será una gestión difícil, los riesgos de confundir los resultados electorados del balotaje -en su caso el 54%- con el nivel mucho más modesta de sus apoyos electorales efectivos, expresados en el módico 29% de su candidatura en las elecciones presidenciales. Sus dificultades en el Congreso son la proyección genuina de ese peso electoral, expresada en escaños parlamentarios, en la carencia de apoyos territoriales, en la dificultad para construir alianzas de gobierno. Son los problemas de un Presidente sin partido, sin equipos propios, sin operadores prestigiosos, capaces de compensar la ausencia de una coalición electoral de base.

La idea de una presidencia plebiscitaria es una tentación recurrente. Fue el planteamiento de todos los presidentes del ciclo político actual del continente. Todos pensaron en la posibilidad de irrumpir con un paquete de iniciativas ómnibus, muy usuales en los gobiernos parlamentarios europeos.

La hipótesis de trabajo en todos los casos ha sido la de aprovechar la envión artificial del balotaje, para producir un impacto capaz de polarizar a la opinión pública. Conquistar así, sobreactuando la necesidad y urgencia, el monopolio de la agenda pública. Al menos durante un periodo suficiente para evidenciar las bondades de un cambio de época y para plebiscitar los resultados y neutralizar así la resistencia de la política tradicional, inevitablemente asociada a la defensa de los intereses corporativos.

Salvo en el caso de Luis Lacalle Pou -que logró el objetivo, aunque por un margen electoral mínimo- el resto de los presidentes fracasaron en ese intento. Muchos perdieron el poder rápidamente y otros sobreviven a duras penas, sitiados por la crisis y con apoyos sociales mínimos.

La accidentada peripecia de la Ley ómnibus en Diputados muestra con claridad los limites políticos iniciales de esta estrategia presidencial. A pesar de importantes diferencias de fondo, una parte sustancial de las fuerzas políticas ha acompañado la propuesta presidencial, aunque con condiciones que han desmantelado sus pretensiones de base. 

De prosperar estas modificaciones, se abrirá un proceso de crisis interna con sectores fundamentalistas, como las que vivió el chileno Sebastián Piñera. No debería preocuparse porque, en general se trata de apoyos genuinos, que expresan tanto el programa implícito en la coalición que enfrentó y derrotó al kirchnerismo como la decisión de todos de construir un nuevo polo de poder. Cabe tener en cuenta que todos los candidatos presidenciales, incluido el propio Sergio Massa mantuvieron consensos básicos sustanciales en la mayor parte de los puntos de la agenda futura.

La reforma del Estado como “cuestión de Estado”

De allí que en la votación en general de la Ley ómnibus no hayan existido cuestionamientos de fondo, a pesar de diferencias fundamentales en una serie de aspectos parciales.

Las dificultades de Milei para adaptarse a estas condiciones políticas han sido notables, aunque esperables. Se expresaron en la desautorización a sus ministros y voceros, en el cambio constante de sus propuestas y a las dificultades para abrir cauces transparentes y confiables de concertación. Un Milei es el del ‘todo o nada’, expresado en discursos ideológicos altisonantes y hasta pintorescos; y otro muy diferente el que ha sido capaz de adaptarse con pragmatismo a objeciones que, de no atenderse, lo hubieran llevado a una catastrófica derrota parlamentaria. Su estrategia está, en este sentido, más cerca de la de Jair Bolsonaro que de la del resto de los presidentes regionales.

Milei enfrenta hoy la necesidad de todo presidente de replantear los términos de su contrato electoral con la sociedad argentina. Una sociedad exigente, híper politizada y escéptica, representada por un sistema político resistente, que con todas sus dificultades y tal como lo demuestra la propia existencia de Milei, funciona con razonable eficiencia.

Un escenario complejo para el gobierno que viene

De allí que el intento oficial de sobreactuar la crisis económica haya tropezado desde un comienzo con las percepciones reales de una sociedad muy poco dispuesta a tomar muy en serio proyecciones apocalípticas y considerarse en una crisis terminal.

Es una sociedad con una de las economías informales más altas del mundo, con niveles de atesoramiento privado que superan a las más desarrolladas y que, en general, no ve en riesgo sus propias posibilidades personales.

De hecho, una gran mayoría de los argentinos viven en provincias que tienen superávit fiscal desde hace tres años y en el que se avizoran escenarios de estabilidad y crecimiento. Es la Argentina que demanda un nuevo pacto fiscal y que no está dispuesta a financiar los costos de la catástrofe financiera de la nación. Que, precisamente por ello, demanda urgentes reformas laborales, previsionales, tributarias. Aplicables, eso así, a todos y no a los de siempre.

Es la hora de la verdad. La de reconocer realidades que todo Presidente debe aceptar. El Presidente no es la Presidencia y la presidencia no es el Gobierno. El Gobierno es mucho más. Es el equilibrio armónico entre los poderes públicos y, en democracias de alta intensidad como la Argentina, el reconocimiento de una sociedad activa y cada vez más exigente. La Argentina actual no es un desierto por civilizar como el que avizoraron Juan Bautista Alberdi o la generación del ’80. Es una de las sociedades mas complejas del mundo. En la que todos cooperan en lo que habría que competir y todos compiten en lo que habría que cooperar.

Fuente: El Cronista

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